CUANDO LA MUJER AVANZA, NO HAY HOMBRE QUE NO RETROCEDA

Por Gloria Chavely Toraya Pita
Amilcingo, Morelos (Aunam). “Aquí vivimos, nos sentimos orgullosas de estudiar en este lugar”. Éstas fueron las palabras de Mónica, estudiante de la Escuela Normal Rural Emiliano Zapato de Amilcingo, Morelos. Conocerla y escuchar su testimonio me hizo reflexionar sobre la vida que llevan las personas del campo, una realidad que se mira en tonalidades grises.

Fundada por Vinh Flores, la escuela para señoritas se ubica a un costado de la carretera. Ahí más de cien jovencitas cursan la licenciatura que les dará la oportunidad de ser educadoras de niños en regiones rurales del país. Desde el autobús se divisaba un instituto de gran extensión, cuyas paredes tenían citas de contenido revolucionario y los escudos pertenecientes a las Normales Rurales de todo el país.

“Qué a sangre y fuego caiga lo que a sangre y fuego se sostiene”


El ingreso fue fácil gracias al diálogo de mi profesora con la seguridad del plantel. Por ser un internado de mujeres, se restringía el paso de los compañeros varones a ciertas partes de la escuela, de tal manera que no podían acercarse al área de los dormitorios. Gina y yo –amigas desde aquel momento– nos adentramos emocionadas por el lugar. No paraba de pensar que así debían de lucir los muros y los jardines donde los compañeros de la Normal Rural “Raúl Isidro Burgos” desarrollaban su vida antes de desaparecer.

Con mi corazón conmocionado admiraba los murales que coloreaban la escuela. En ellos se apreciaban guerrilleros nacionales y latinoamericanos. Su contenido exhibía orgullo de sus raíces indígenas, dignificaba el trabajo del campo y mostraba el coraje ante las injusticas del mal gobierno. La memoria, conciencia y coraje se hacía presente en cada metro de las imágenes.


Sus instalaciones estaban limpias, todo parecía estar en orden. La escuela aparentaba estar vacía hasta que llegamos al comedor, mismo que tenía en la entrada un reglamento que exponía una serie de lineamientos a seguir no sólo en donde se sirven los alimentos, sino en todo la escuela. Entre ellos se prohibía el robo, el consumo de bebidas alcohólicas, prácticas lésbicas, peleas, etc.

Las estudiantes del comedor nos miraban con recelo o quizá fuera curiosidad. Sus rostros eran propios de hijas de padres campesinos, mujeres fuertes de cabello largo, delgadas y de tez morena. Cuando vimos que un par de chicas salían, Gina y yo optamos por peguntarles por el sanitario y con toda la amabilidad nos invitaron a pasar a los baños de su dormitorio.

En sus cuartos había una cama individual y una litera, cortinas de madera y sabanas. La pared era de ladrillo rosa y se encontraba decorada con dibujos, mensajes, cuadros y adornos sencillos. No era muy grande el lugar y tampoco poseían muchas pertenencias y, sin embargo, nos invitaron a pasar. Sus cuartos eran acogedores y su confianza nos hacía sentir como una compañera más de clase.

Dispuestas a contestar nuestras preguntas nos platicaron sobre sus experiencias. Se confirmaron como mujeres valientes, con memoria y dignas portadoras de la sangre tipo Zapata. Autónomas e independientes, capaces de trabajar la tierra con la misma habilidad que un hombre.

Nos contaron que ellas son las que mantienen limpia su escuela, hacen su comida y atienden las cosechas y animales de granja. Son autogestoras y dueñas de sí mismas. Aprendieron a manejar el machete y cultivar la tierra. Su educación está basada en cinco ejes: académico, cultural, agrícola, político y deportivo. Esto las hace ser mujeres empoderadas, sin miedo a nada, preparadas para dar clases y enseñar a los hijos de los campesinos en las condiciones más limitadas. Desde el momento en que fueron aceptadas en la Normal Rural, su objetivo es continuar con el propósito de estas escuelas.

Hablar con ellas me llenó de orgullo y a su vez me partió el corazón, pues una vez más los 43 compañeros de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa llegaron a mi memoria. Al igual que Andrea, ellos soñaban con educar a otros para combatir la ignorancia y la injusticia.

Al terminar de contar sus historias de vida nos invitaron a quedarnos a dormir. Yo me sentí halagada por su propuesta, pero dadas las condiciones tuvimos que declinar la invitación. Ellas mostraron una actitud positiva y no descartaron la posibilidad de asistir en algún momento a la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales.

Al despedirnos de ellas, nos abrazamos como si tuviéramos largo tiempo de conocernos. ¿Y cómo no iba a ser así? Si somos estudiantes, compañeras de lucha y soñadoras de un mundo mejor. Sus sonrisas permanecieron con nosotras y tras despedirse continuaron con su limpieza de rutina.

Después de tomar unas cuantas fotos, Gina y yo nos reunimos con el grupo, era hora de partir. Me despedí con amor de aquel lugar, levanté mi puño izquierdo y me prometí seguir siendo parte de aquellos jóvenes que se niegan a ser sumisos ante el tirano. Grandes son aquellas compañeras normalistas, que sueñan con un nuevo México.


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