NIÑO OLVIDADO, NIÑO SIN ALAS

Por Francisco Javier Gallardo Peralta
México (Aunam). Sus pequeñas manos sostienen una bola de estopa. El olor que emanan los dedos, cerrados en forma de caracol y con el índice ligeramente levantado, aturde aun a dos metros de distancia. Piel morena, color café chocolate, impregnada de manchas blancas. Movimientos pausados, sin quitar los estambres mojados de “activo” de la nariz. Todavía no tiene edad para votar.


No pone atención a mis preguntas. Se encuentra lejos del mundo. Escucha, pero no responde. Sus cinco sentidos se han reducido a la mínima expresión. La sustancia que inhala lo convierte en una especie de humano mecanizado. Ríe tras escuchar gritos provenientes de los comerciantes tepiteños. Sabe reír.

Ya no es un robot. Se levanta, con paso cansado pero firme. Está de pie. “¿Me dijiste algo? ¿Quién eres?”, pregunta. Su voz todavía no ha madurado; suena aguda, propia de quien está en puertas de alcanzar la pubertad. La mirada queda fija en mí. No dice nada, sólo observa. Respira fuerte cada diez segundos, mientras baja la mano a la altura del femoral.

“¡´Jicarito´!, ¿estás bien?”, grita un joven al otro lado de la avenida Eje 1. Ese es su apodo. En la calle nadie se habla por nombre propio, sino por el sobrenombre que ha sido otorgado. El pseudónimo es la prueba fehaciente de que alguien ya está incluido en la nómina del grupo. Es el requisito para ser parte de la familia.

“Jicarito” es una persona, pero no está incluido en el conteo de niños en situación de pobreza, ni siquiera en el de pobreza extrema. Para el gobierno mexicano, este infante es irreal. Las estadísticas no contemplan a los individuos en situación de calle; entonces, “Jicarito” es un fantasma sin lugar en los números oficiales.

Estadísticas que duelen

De acuerdo con el estudio “Pobreza y derechos sociales de niñas, niños y adolescentes en México”, elaborado por el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval) y el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef), hasta el año 2012 había en México 21.2 millones de menores de edad en situación desfavorable; es decir, el 53.8% de la población entre cero y diecisiete años.

El Partido Acción Nacional (PAN) dejó al sector más sensible de la sociedad, los niños, en condiciones deplorables. Datos escalofriantes: durante su último año de mandato, Felipe Calderón Hinojosa mantuvo la cifra de 4.7 millones de infantes en pobreza extrema y 16.4 en condiciones de pobreza moderada.

Todavía más: el estudio aclara que no existe información para determinar la condición de los infantes en situación de calle, internados en albergues, víctimas de explotación sexual, trata, migrantes, jornaleros agrícolas y de los que están en conflicto con la ley, porque no son objeto de encuesta.

“No más pobreza, no más hambre… Me comprometo a erradicar la pobreza alimentaria. No más hambre entre los mexicanos que lamentablemente viven en esta condición”. Las palabras de Enrique Peña Nieto, pronunciadas durante su tercer día de campaña presidencial, retumbaron en los oídos de quienes creyeron en él. La promesa quedó en el aire. Hoy no hay instituciones públicas encaminadas a erradicar el problema.

El músico sin suerte

Los turistas pasean por las calles del Centro Histórico de la Ciudad de México. “¡Look that: the mexican flag!”. Un niño de origen estadounidense, agarrado firmemente por sus padres, observa atónito el vaivén de la insignia nacional causado por las fuertes corrientes de aire. El verde, blanco y rojo se mezclan. Anclada al mástil, la tela se abre y cierra iluminada por el sol que se asoma por detrás de la Torre Latinoamericana.

Bajo un puente de hormigón, el frío penetra en mi piel cada anochecer. Entre cajas de cartón, tu indiferencia hacia mí es una humillación…

La plumilla raspa las cuerdas de una vieja guitarra. El mástil está roto, también las pastillas. No importa. “Juancho” y “Limón” pasan el día acompañados de acordes y mezcal o alcohol del 96. Su diversión está en inventar canciones propias. Cuando sienten el calor de la bebida, cuando llevan más de dos días ahogados en el olor de la alcoholemia, entonces sacan sus frustraciones y dolor a través de la música.

-¿Me dejan ver su guitarra? –pregunto-. Me gusta cómo tocan.

-Si quieres, tocamos otra –propone “Juancho”-. No te la podemos prestar. Pero si le echas a la gorra, nos aventamos otra rolita. ¿Te late?

Aviento una moneda a la cachucha y el sonido comienza. La alegría de los pequeños cantantes-bailarines es contagiosa. “Limón” hace el sonido de un gato, luego gruñe como tigre. Su compañero, en el arreglo musical, hace una especie de huapango. Ambos saltan con un solo pie, luego con el otro, luego ríen, luego terminan fatigados y se detienen. “Ya nos cansamos”, puntualiza el niño con apodo de fruta cítrica.

Dentro de la gorra no hay más de quince pesos, pero el festín es interminable. “Juancho” no pasa de trece años; su amigo es menor de 11. No saben qué edad tienen; tampoco les interesa. Sus delgados cuerpos, con las costillas levemente marcadas, tienen plasmadas las cicatrices de quien ha sufrido hambre, sed, frío, calor… de quien ha soportado golpes, de quien ha sido despojado de todo.

-¿Cómo llegaron aquí? –cuestiono.

-Llegué hace un chingo de años, no sé cuántos –responde “Juancho”. Baja la mirada, se toca el cabello y jala algún mechón que se desprende.

-¿Te acuerdas cómo fue?

-Sí… –levanta la vista.

-¿Me puedes contar?

-Mis papás eran cantantes y tocaban muchas cosas. Una vez los acompañé a su concierto que dieron en no sé dónde, y todos les aplaudieron. También me acuerdo cuando mi hermanito decía que quería aprender a rifarse en la guitarra, pero estaba re´ chiquito y ni alcanzaba las cuerdas –ríe-. Ah, sí… ellos se fueron para allá arriba, con diosito, porque se voltearon en la carretera. Iba mi carnalito y ellos dos, y ya.

La historia de “Juancho” no es común entre los menores de edad que se encuentran en las calles. Él, a diferencia de muchos, no salió de su hogar por maltrato, violencia o porque no le gustara la escuela. Al pequeño de ojos cafés, con playera repleta de hoyuelos por el desgaste, la vida le arrebató a su familia en un arranque de ira. Antes era feliz; hoy, quizá también. Modos distintos de vivir.

-¿Qué pasó después?

-Sufrí mucho. No sabía qué hacer. Me di cuenta de que estaba solo, y la neta me daba miedo todo…

-¿Y tus tíos, primos, abuelos?

-Nadie vive aquí. Todos son de otro lado. No sé de dónde, pero creo que lejos, porque nunca me buscaron.

A “Limón” lo conoció desde el primer día vivido a la intemperie. Se convirtió en su compañero y amigo. En instantes, supieron que harían la mancuerna perfecta. “Juancho” lo cuida, lo abraza cuando hace frío y lo quiere como a un hermano, “como al hermano que perdí”.

-¿Por qué decidiste venir aquí, salirte de tu casa?


-Porque en mi casa ya no había nadie. Yo no había ido a ese viaje porque tenía que ir a la escuela. Me dejaron con la nana. Pero después hasta la nana se fue y me dijo que me cuidara, nada más. Entonces salí de donde vivía, tomé un camión y a ver dónde llegaba. Lo hice de noche. Ya no supe cómo regresar. Dije: “me voy a quedar tantito, sólo hoy”, y veme, aquí sigo.

La ánfora de alcohol casi se termina. Un trago cada uno. La espalda de “Juancho” está dañada: cicatrices en forma de rayas dibujan su espina dorsal. Un día quiso dedicarse a saltar sobre vidrios para ganarse la vida. No lo logró, porque su cuerpo no estaba desarrollado para aguantar los golpes. “Yo también quería ser músico. Aprendí a tocar el piano y la guitarra cuando vivía con mis papás. Soy un músico sin suerte”.

“¿Sabes qué? Ya me caíste chido. Te voy a prestar mi guitarra. ¿Sí sabes tocar? Pero una canción que rife”. El alcohol ya hizo efecto en “Juancho”. Habla pausado, tartamudea. La plancha del Zócalo capitalino despide a los visitantes con la vista de la bandera en lo alto. Ondea menos. Los colores verde, blanco y rojo ya no se mezclan. Rasgueo algunos acordes. Canto para no sentirme triste, para olvidarme que estoy con ellos, para no sentir el nudo en la garganta. Ellos, se sientan en el piso, escuchan, ven las últimas gotas salir de su botella.

La solución no está en la caridad: puede aliviar pero nunca sanar. ¿Cuál es la solución a mi desigualdad? Mientras exista miseria, no habrá dignidad…

Cortar el problema de raíz

El gobierno mexicano se ha olvidado de sus niños. El estudio “Haciendo lo mejor por las familias”, elaborado por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), señala que nuestro país posee la más alta tasa de pobreza infantil entre los 30 miembros de la OCDE.

En promedio, las naciones de la Organización destinan 274 mil 700 pesos al año para atender las necesidades de cada menor de edad; en México se invierten sólo 39 mil 600. Asimismo, los demás integrantes invierten 2.2% de su Producto Interno Bruto (PIB) en acciones encaminadas al desarrollo infantil; en contraste, nuestro país, junto con Corea y Chile, gasta menos del 1%.

Al respecto, Ana Patricia Sosa Ferreira, doctora en Investigación Económica por la Universidad Complutense de Madrid, opinó que “las políticas del gobierno mexicano no están dirigidas a modificar los procesos de desigualdad y empobrecimiento. Son asistencialistas y no resuelven la falta de oportunidades y desarrollo de la población”.

Según la integrante de la Unidad de Investigación en Historia Económica, la existencia de pobreza y marginación afectan de manera desigual a la sociedad. No obstante, el sector más dañado es el de los niños, lo cual es grave, puesto que ellos son el futuro del país.

Asimismo, señaló que el problema de la pobreza es estructural porque ha estado presente en los últimos treinta años. “El gobierno mexicano no tiene solución a corto plazo. Para disminuir el problema, se requiere de reformas integrales. En nuestro país hay cerca de 200 programas, pero todos están desintegrados. No tienen el fin de solucionar, sino de ayudar”, puntualizó.

Por su parte, Viridiana García Martignon, licenciada en Ciencias de la Comunicación, afirmó que a pesar de que en los últimos treinta años se ha documentado el aumento de políticas de atención dirigidas al sector infantil en situación de calle, no se ha incorporado un enfoque integral que permita resolver el problema, sino sólo aplicar paliativos.

“Una realidad de dicha situación, es que estos niños de la calle se convierten, con el paso de los años, en jóvenes y adultos de la calle, momento en que dejan de ser una población de interés, en términos de políticas públicas, para el gobierno, ya que éste se centra sólo en la etapa etaria de la infancia”, agregó la periodista.

También mencionó que el sistema de apoyo a niños en situación desfavorable suele carecer de un soporte emocional y/o psicológico, así como de programas a largo plazo que den seguimiento a los diferentes casos.

Diana Guadalupe Gallardo Peralta, tallerista en la Subdirección de Atención al Maltrato Infantil del Sistema para el Desarrollo Integral de la Familia (DIF) y experta en comportamiento de infantes, dijo que “a pesar de que en nuestro país hay más de veinte mil niños en la calle, el gobierno no se preocupa por ellos, pues, quizá, los ve como un caso perdido en el que ya no hay reinserción o readaptación social”.

Para la licenciada en Pedagogía, uno de los problemas más graves es la poca cantidad de instituciones públicas encaminadas a la exterminación del problema de los niños en situación desfavorable. “Hay fundaciones dedicadas a la prevención, pero no al apoyo cuando el infante ya se encuentra en las calles”, aclaró.

La educadora señaló que mientras el gobierno no proponga la creación de entes gubernamentales consagrados a la erradicación de este problema, la situación no cambiará. De igual manera, señaló la importancia de la educación en el proceso de crecimiento humano, así como en el sano desarrollo individual y colectivo.

La psicóloga Dafne Pineda Goicochea, opinó que “a pesar de la existencia de instituciones que tienen el fin de ayudar a los niños en situación de calle, es triste ver que el gobierno no invierta económicamente en ellas para darle una estancia de calidad a los menores que así lo requieran”. Exhortó a las autoridades a presentar un programa que incluya la salud mental como parte del apoyo a infantes en situación desfavorable.

Los cuatro expertos coincidieron en la necesidad de dejar a un lado los programas que no solucionan el problema de raíz. Proponen cambiar la estructura institucional para que el gobierno invierta más dinero en la prevención, apoyo y reintegración a la sociedad de niños en condición de calle.

Bajo kilos de concreto



Paulo Freire, pedagogo de ideología marxista, escribió en su obra Pedagogía del oprimido: “Quienes instauran el terror no son los débiles, no son aquellos que a él se encuentran sometidos, sino los violentos, quienes, con su poder, crean la situación concreta en la que se generan los ´abandonados de la vida´, los desharrapados del mundo”.

Los automóviles pasan por encima de su “hogar”. El sonido de las llantas sobre el pavimento estruja el interior. La entrada al sitio es un espacio de 50 centímetros de ancho, 40 de alto y un metro con veinte de fondo. Para ingresar, es necesario deslizarse, arrastrarse, hasta ver la luz al final del túnel.

Es irrespirable. Pasar por un espacio tan reducido, no permite ver, ni oler, ni sentir. Llegar al final es volver a nacer. El lugar es oscuro. Diez luces emanadas de velas se esparcen por el lugar. Huele a tierra mojada. Se escucha una rata que chilla cuando nos ve entrar. Quizá estaba a la mitad de un manjar y la interrumpimos.

El puente vehicular ubicado en calzada Churubusco y avenida Apatlaco es hogar de “el Mofles”. Arriba, motocicletas y carros; abajo, una vida. Entre la oscuridad, un montón de zapatos rotos se alcanza a observar. A su lado, un colchón donde el adolescente de 15 años intenta descansar por las noches, o por el día, o cuando logra cerrar los ojos y no ver pesadillas.

“Allá es el baño”, me dice, mientras señala un espacio pintado con gis en un rincón. El espacio está dividido por zonas: una, el baño; otra, el dormitorio; más allá, el clóset; y en un entrepaño de cemento, el comedor. No vive solo, algunos mosquitos, cucarachas y roedores comparten la casa. “No te asustes, son mis amigos”, dice, con una leve sonrisa.

Saca una bolsa con líquido anaranjado. Le da pequeños sorbos a través de un popote. El sabor es fuerte. Raspa. Quema desde la lengua hasta el estómago. Después provoca sensación de vómito para quien no está acostumbrado a beber aquel elixir.

-¿Cómo ha sido tu vida aquí?

-Bien. Me la paso tranquilo. No tengo horarios. Puedo llegar a la hora que quiera y nadie me dice nada. O puedo trabajar cuando quiera y el dinero lo ocupo en lo que quiera gastarlo. Soy mi propio jefe –ríe, mientras toma un poco más de aquella sustancia envasada en bolsa de plástico.

-¿Por qué decidiste estar en este lugar?

-No me gusta mucho hablar sobre el tema. Mis papás me pegaban. Los dos. A veces con el cable, a veces con una tabla. Si sacaba ocho en la escuela, me pegaban, si sacaba, cinco, también. Siempre. Después ya no me gustó ir a la escuela; por su culpa me pegaban.

-¿En qué trabajas?

-Como “diablero” en la Central de Abastos. No voy todos los días, pero sí dos tres días a la semana. Con eso saco para andar al tiro. Con que tenga qué ponerme, está chido. Me voy de madrugada, que es cuando la gente llega, y termino como a las cinco de la tarde.

Su cabello corto, a rapa, contrasta con las cejas pobladas. Los ojos negros se quedan quietos sobre el popote a la hora de absorber líquido. Se terminó. Saca una lata de Coca Cola, con agujeros en una cara, exactamente donde comienza la letra “C”. Espolvorea un poco de polvo blanco y lo quema. Pone su boca en el orificio que originalmente sirve para beber. Inhala. Exhala. El olor del crack se expande por el lugar.

Sus manos callosas por el trabajo sueltan el encendedor. La mirada se pone rojiza, su pupila se dilata. Ahora responde con una pequeña sonrisa. Se siente mejor. La droga cumple su función de escape. Ahora se imagina que no está abajo del puente, sino arriba, en la pista, mientras maneja un Audi.

-¿Cómo te ves en el futuro? En diez años, por ejemplo…

-No sé –coloca la mano sobre la barbilla-. Me gusta una chica de la Central, quisiera estar con ella. Pero no me pela. Me gustaría ir al mar. Dicen que nunca hay final.

-Si pudieras regresar el tiempo, ¿qué cambiarías?

-Chance y no mucho. Me gustaba jugar futbol. También leía un poco. Los cuentos me latían. Hacía muchas cosas, ahora ya no tantas. Siento como si alguien me hubiera cortado las alas. Ya no puedo despegar. Aquí estoy, aquí me ves, y no quiero cambiar algo.

“Siento como si alguien me hubiera cortado las alas”. Quizá ese “alguien” es el sistema político, o social, o económico… o los tres. Puede ser que la falta de políticas dirigidas al bienestar de la infancia, sea la causa de la existencia de “Mofles” por todos los rincones del país. La noche cae, es hora de regresar al mundo exterior a través de la entrada que ahora es salida. Irrespirable.

El viaje llegó a su fin



“Jicarito” no me responde. Tampoco a quien le grita desde el otro lado de la acera. Ya no hace gestos. Toma asiento otra vez. Su mirada está perdida en un punto fijo. No tiene reacción ante las voces ni ante las palmadas en su espalda. De la mano cae la estopa remojada en “activo”. El olor penetra a dos metros de distancia. Cae la bola blanca, cae también el niño de piel chocolate.

Sus ojos se cierran. Ya no emanan nada. Las pequeñas manos quedan debajo de su mejilla derecha. Queda en posición fetal. No está dormido, es un sueño más profundo. El viaje llegó a su fin, es hora de quedarse así algunas horas, desmayado, tirado sobre la acera, con el cuerpecillo estrujado y las ropas deshilachadas. Sueña, lindo niño. Olvidado por el mundo, echado a la suerte. Duerme, que así podrás volar, y nadie, absolutamente nadie, conseguirá cortarte las alas.

Nota: el trabajo fue concebido sin fotografías explícitas. La razón principal es el respeto hacia los menores, que de buena manera brindaron información y pidieron no ser fotografiados ni publicados en imagen.











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