LA COYOACANA NO DISCRIMINA

Por Carlos Méndez
México (Aunam). La combinación es afortunada: precios accesibles a casi cualquier bolsillo (cervezas en treinta pesos, tortas a cuarenta) y una ubicación privilegiada en el centro de Coyoacán, punto de reunión de miles de chilangos y hogar de la alta sociedad defeña. La Coyoacana es un lugar plural, donde todo aquel que quiera pasar un rato divertido, disfrutando los antojitos mexicano, es bienvenido.

Es martes 30 de abril. Cinco de la tarde. Mañana, día del trabajo, no hay labores. La gente ha salido de sus empleos, escuelas y hogares con la única intención de aprovechar el día. Y para aquellos que se mueven por el sur de la ciudad, La Coyoacana se vuelve una opción realmente tentadora.

Se ubica en la calle Higuera, rumbo a La Conchita. El local es de color amarillo, un poco más claro que el color miel, no obstante, los clientes son atraídos a su interior como abejas al panal. Un discreto letrero en tipografía café, ubicado sobre el dibujo de un coyote aullando, informa el nombre del negocio. Una puerta de madera, como las que salen en las películas del far west (cantineras, las llaman los entendidos en mobiliario), completa la fachada de un lugar lleno de historias.

Lo primero que se puede ver al entrar es un local en forma alargada. La barra, rica en botellas y copas de diversas formas saluda al visitante a su lado derecho. A cada lado de La Coyoacana se extienden sendas hileras de mesas. La pared a la diestra es adornada por un mural, el cual recrea una escena rural. En ese mismo lado, pero más hacia dentro, carteles taurinos y una cabeza de toro sirven de ornamento. El lado izquierdo exhibe fotografías de Coyoacán cuando todavía paseaban caballos y hombres con sombrero de paja.

La pared del fondo es ocupada por la plancha donde dos uniformadas señoras cocinan los pedidos de la clientela. Huele a comida y alcohol. Las conversaciones de cada mesa crean un murmullo que complementan los ruidos de latas y botellas que se abren, carne asándose en la plancha, vasos que chocan y canciones de mariachi provenientes de la terraza (“El costo por canción es de cien pesos”, informa un letrero en la pared del sanitario).

Una mujer asiática lucha una doble batalla en una de las mesas del lado izquierdo: contra una gran torta cubana que no ha perdido ni la mitad de su tamaño y ya ha causado una expresión de agotamiento en el rostro de la joven. Su otro “rival” es con su compañero de mesa, quien no para de hacer guiños y hablarle al oído con sus más estudiados ademanes de seductor.

La televisión, en silencio, se encuentra sintonizada en Fox Sports. La pantalla muestra a Cepillín teniendo una conversación con Raúl “el Potro” Gutiérrez. La ausencia de volumen vuelve aún más irreal la escena que ocurre en el estudio de Fox. Debajo del aparato receptor, dos hombres pulcramente trajeados charlan de negocios repitiendo constantemente la palabra “empresa”.

Junto al mural, en una mesa cercana a la barra, un hombre delgado, vestido con camisa negra y pantalones de mezclilla firma un libro y se lo entrega a una de las cinco personas que, además de él, ocupan su mesa. Ese hombre de cabello negro y barba encanecida es una de las mejores plumas que hay en México. Se trata de Juan Villoro, y el libro que dedica es su más reciente compilado periodístico: ¿Hay vida en la Tierra?

Un sujeto de unos sesenta años, ostentando una prominente barriga y vestido con shorts a lo Chabelo, hace una seña a uno de los meseros (el cual, de perfil, posee un perturbador parecido con el presidente norteamericano Barack Obama) para que le lleve su cuenta. Este se apresura al mismo tiempo que tres comensales, todos igual de calvos y con trajes idénticos, salvo por el color de la corbata, abandonan La Coyoacana.

La chica asiática aún conserva una tercera parte de su comida y, aunque está visiblemente satisfecha, continúa comiendo. Su acompañante no cesa en sus coqueteos. La Coyoacana se encuentra ocupada casi en su totalidad cuando ingresa una pareja de novios de aspecto adolescente tras superar la rigurosa revisión de sus credenciales del IFE.

Son más de las seis de la tarde. El sol aún brilla afuera en todo su esplendor (por aquello del Horario de Verano) sobre el Jardín Hidalgo. La Coyoacana se encuentra llena de vida. Es ocupada por gente de todas las edades y clases sociales. Diversos estilos de vida convergen dentro de sus paredes. Múltiples ideas de lo que significa “diversión” son bienvenidas.

Aquí los mariachis no callan. Afuera, en la terraza de fumadores, los músicos versionan en su género algunos sonados éxitos de la salsa. El ambiente es totalmente festivo. Hoy es 30 de abril, y los clientes parecen haber traído a su niño a interior a divertirse a la cantina. Los muros de La Coyoacana encierran historias de amor, de amistad y, también, meras relaciones empresariales. Nada está fuera de lugar.

Aún pasa un rato antes de que la mujer oriental por fin desaparezca los últimos trozos de su torta cubana. La televisión ahora muestra una repetición del partido del Real Madrid, que no pudo remontar al Dortmund. Pero nadie, ni siquiera Villoro, declarado pambolero, presta atención a la pantalla. A La Coyoacana no se viene a ver futbol, sino a disfrutar la tradición de las cantinas, que, lentamente, se va perdiendo.





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