EL CAMINO DE LAS BESTIAS

Redacción Aunam
México (Aunam). París, Doctor Gálvez, Ciudad Universitaria. Creí que la somnolencia había provocado que una nube de sueños despiertos me impidiera recordar a tiempo en cuál estación debía bajar. Pero no, yo sabía que la estación más cercana a la facultad era la del Centro Cultural Universitario.

Me paré de mi asiento, esperé sólo un poco y el movimiento de vaivén que provocó el frenado me indicó la llegada. Salí del metrobús. Una señora encargada de la limpieza parecía ser mi única compañera en el andén. Guardó algunas cosas en su locker mientras yo seguí mi camino. Vi el reloj. Eran las seis y media, temprano considerando que mi clase era a las siete de la mañana.

“Tal vez platique con alguien del salón en lo que espero la clase. Debo organizar mis trabajos en equipo, entregar mis tareas atrasadas y participar más en Historia. Qué felicidad haber terminado mi tarea a tiempo, hoy no tengo por qué estresarme”. Todos estos eran pensamientos cruzaban por mi mente como liebres al pastizal.

Subí las escaleras que se encuentran al final del andén. Éstas conducen hacia un puente que conecta al metrobús con la Universidad. Está formado por dos rampas que se cruzan formando un zigzag. En medio, el susurro de los coches que transitaban en Insurgentes me recordaba que seguía en la ciudad, selva salvaje domada por la soledad y el silencio del puente.

Cemento y barandal. En un primer momento me alerté de que estuviera tan solitario. Ni una sola persona a lado mío. Sólo me quedaba el recuerdo de aquella trabajadora en el andén. Volteé para atrás y nada. Delante de mí, nadie. Pronto llegaría a la escuela y tendría que seguir con los planes del día: imprimir tarea, entregar trabajos, ver a mis amigos y participar más en clase.

Iba en el último tramo del puente. No más zigzag. Sólo diez metros rectos, sólo una última rampa.

-¡Dame todo lo que tengas!

Un brazo cruzó sobre mi cuello. Detrás, un cuerpo sorprendió al mío. Inmediato a la orden y a mi sorpresa vi de reojo un pedazo de rostro y una capucha de sudadera enfurecida que me gritaba, de la cual un cuerpo obeso se escondía.

Me aventó con fuerza. Tiró de mi cuello con ese brazo tosco, con esa figura robusta. Tiró de mi cuello y caí al suelo.

-¡Claro que te doy mis cosas!— Pensé o dije, no recuerdo.

Yacía boca arriba sobre el cemento. Todo fue muy rápido. Llegó, me gritó y me azotó. Enseguida me tomó de los brazos con esa fuerza que no espera, esa fuerza de quien no ama y no conoce lo que toca, y me volteó boca abajo.

El golpe y el desconcierto me impidieron que hablara. No recuerdo otra cosa más que mi quietud. Mi cuerpo menudo sobre el puente. Mi imposibilidad de quitarlo de encima. Mi inmovilidad.

Comenzó a tocar mis bolsillos traseros como buscando algo.

“Yo nunca guardo cosas ah”, pensé.

Él me seguía tocando. Los segundos se alargaron. El vacío del lugar se hizo agudo. La noche no cedía para que el día lo reemplazara. ¿Por qué me había golpeado? Yo le iba a dar mis cosas. ¿Por qué no paraba de tocarme si no había nada en mis bolsillos?

Sentí cómo mi pantalón se recorrió de mi piel. Sus manos tiraron un poco de él. Mi piel, unos centímetros de ella, estaba expuesta como carnada para león.

“Por favor que termine. Por favor, sólo quiero ir a la escuela”, pensaba.

¿Qué más podía hacer? Tenía una bestia feroz encima de mí. Dicen que cuando te ataca un oso lo primero que debes hacer es quedarte quieto. Sólo así el oso piensa que estás muerto y se va. Sólo fingir muerte, ser inmóvil. Esperar a que se vaya.

Su mano o mi fuerza, tal vez una mezcla de ambos, jaló de mi brazo para que me incorporara. Sin saber qué hacer y aturdida por el golpe pensé que me dejaría ir, que todo había acabado.

—¡Dame tu celular y todo lo de valor!

Estábamos frente a frente. Parados a treinta centímetros de distancia. Él era un hombre alto, como de un metro con setenta. Ancho, obeso, macizo en términos locales. Sus ojos, mis ojos, nuestros ojos mirándose.

—¡Ya te dije que todo está en mi mochila!— Grité enérgicamente sin mover mi mirada de la suya. Más que un grito fue un rugido, un golpe de palabras que utilizó mis manos como signos de admiración. Le extendí mi mochila para que se fuera tal como tirándole lejos un pedazo de carne a un lobo, porque en ese momento el era eso: un animal.

—¡Pues vete y si volteas te doy un tiro! —

Me volteé y comencé a caminar. Mis pasos iban pesados. Como si hubiera estado en un lago de lodo y éste se hubiera secado.

—Ya pasó. Estás bien. Ya pasó— Me repetía yo misma en voz alta.

No volteé. En ningún momento lo quise hacer. Tuve miedo de que me siguiera viendo. Mis pasos pretendían no alertar la furia de la bestia de casi treinta años que me había quitado la paz.

Llegué a la parada del pumabús. Sólo había una joven esperando el camión. Yo seguía repitiéndome “ya pasó” pero ahora sólo en mi mente. Toqué el botón de emergencia pero al parecer no servía.

—Me acaban de asaltar— le dije con un sismo en la voz mientras trataba de sentarme en los asientos de la estación.

—¿Y estás bien?— dijo ella.

—Creo que sí, me duele la cabeza. Me golpeó muy fuerte.

—Ahorita llega el camión y si quieres te doy dinero para que te regreses a tu casa.

Llegó el camión. Me subí con un poco de dificultad.

—Me acaban de asaltar— le dije al chofer.

— ¿Quieres que te lleve a vigilancia?

—Sí, por favor. — Le dije mientras las miradas de dolor y pena de dos personas se me unían.

El chofer paró el camión. Me tomé de su brazo y me ayudó a cruzar la calle. Una cabina en el medio de la nada me recibió. Ocho personas me rodearon. Una me ofreció asiento en lo que otra llamó a los paramédicos.

—Sólo dile que tenemos una herida, no le digas que fue por asalto— habló el jefe de vigilancia refiriéndose al que iba a hacer la llamada.

—Sí... la violencia está muy fuerte. Pero estás bien, ya estás aquí— dijo una señora cerca de mí.

Pasaron varios minutos, ellos sólo me miraban.

—¿Alguien me puede prestar un celular para llamarle a mi familia?— les dije.

— Sí, ten— El jefe de vigilancia me extendió un celular moderno, de esos que tienen de todo.

Nadie contestaba en mi casa. Decidí dejarles un mensaje. Respiré profundo y fingí la voz más tranquila que pude.

—Mamá, soy yo. Estoy bien. Me acaban de asaltar pero ya estoy con los de vigilancia UNAM. Te llamo cuando pueda.

Pasaron más minutos. Las mismas caras de simios seguían sobre mí como si vieran un animal golpeado, un objeto extraño, algo que les causara mucho misterio. Comenzaron a hacerme preguntas y consejos incómodos.

—¿A dónde ibas? ¿Ibas sola? Ya ves, ya no vayas sola.

—Oigan— interrumpí. — ¿De casualidad no piensan mandar a alguien para que vigile si sigue ahí el que me asaltó?—

—¡Uy! Es que te tocó el cambio de turno. No hay nadie para que vaya. — Me respondió el encargado y las otras siete miradas se ocultaron de mi rostro.

Al ver que nadie haría nada más, les pedí una pluma y un papel. Comencé a escribir y en eso llegó la ambulancia. El paramédico se sorprendió cuando le dije lo del asalto.

—Lo tuvieron que reportar— Exclamó —Es que no quieren hacer su trabajo.


*A solicitud expresa y por motivos de seguridad, se omite el nombre del autor






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