“¡NO LLEVAS VACAS, GÜEY!”


Por Jazmín Zavala Hernández
México (Aunam). Son las 5:00 am, el día de un microbusero comienza con un cigarro y un café americano, más cargado de lo normal y con poca azúcar para que el cuerpo despierte completamente.

El humo del tabaco, que poco a poco se consume, se combina con el vapor humano que es expulsado debido a la baja temperatura en contraste con el calor corporal.

Zapatos opacos con las suelas raídas, camisa blanca y delgada, pantalón azul marino, y una chamarra gruesa conforman el uniforme de un trabajador de tiempo completo, de un chofer de microbús.

Mientras el motor del microbús “se calienta”, Jesús Rosales enciende su estéreo, le coloca una USB desgastada que aparenta haber tenido un color plata brillante, también un CD, y para terminar, un cable auxiliar.

Pareciera que la música es una de sus principales herramientas de trabajo pues enseguida comienza a sonar la canción “Pinche Pancho” de Charlie Montana, y paralelamente una sonrisa emerge de un rostro cansado, fatigado, rutinario.

El trabajo de un microbusero también consiste en mantener su unidad limpia, con una escoba deteriorada, y un poco de fabuloso diluido en una cubeta de agua casi congelada, Rosales talla el piso de goma; con un trapo que tiene diferentes tonalidades de gris, negro y azul trata de eliminar algunas manchas de mugre en los vidrios y asientos.

Jesús, conocido como “El Makey”, coloca sus manos, resecas y negruzcas por la grasa del motor acumulada en sus uñas y piel, en el frío, delgado e imponente volante, prende las luces del camión, sube el volumen del estéreo y sus pies comienzan su agotador y cotidiano trabajo.

El cuerpo del microbusero realiza una labor de coordinación constante, el pie izquierdo controla el clush, el derecho manipula la aceleración y los frenos, mientras una palma se encarga del volante, la otra de la palanca y de recoger las ganancias (el pasaje).

Al llegar a la base de la Ruta 60, que va de la Colonia Torres de Padierna al Metro Ciudad Universitaria (C.U.), sus compañeros de trabajo avientan las luces de sus microbuses como una señal de saludo.

“Se te adelantó el 97 güey”, le grita uno de sus compañeros, Gerardo “el Paleta Payaso” y sin contestación, la sonrisa de Jesús se difumina pues dice que “un minuto hace la diferencia entre ganar 10 y 100 pesos” debido a las variaciones en el flujo de los usuarios.

“El güero”, encargado de checar la llegada y salida de los camiones, apunta la hora en una libreta: 5:30 am, “El Makey” abre su ventanilla y le avienta una moneda de diez pesos.

Los usuarios comienzan a abordar. La cuota es de seis pesos si su destino es metro C.U. (más de 5 kilómetros), cinco si bajan antes. Cada uno sube al microbús de la misma forma: desganados, recién bañados, presionados, y de mal humor porque ya es tarde para llegar a su destino.

Calor infernal


Son las cuatro de la tarde, las puertas del microbús se cierran, las ventanas abiertas dejan pasar el frío viento que calma el escandaloso e insoportable calor. Los usuarios se ven desesperados, cansados y abochornados, muchos de ellos van de regreso a sus casas, después de una pesada jornada laboral; otros se dirigen a sus empleos.

Todos los asientos están ocupados, y los tubos que sirven de apoyo para aquellos desafortunados que van de pie, se pierden entre las manos sudorosas de los pasajeros, mismos que han arruinado sus camisas o blusas con su propia transpiración.

El chofer se coloca sus gafas obscuras pues los rayos del sol han lastimado sus pupilas; sus axilas, espalda y cabeza no podrían expulsar más sudor, parece que se ha vaciado una botella de agua encima. Para calmar su nerviosismo, prende un cigarro y destapa su Coca-Cola tibia.

Por si fuera poco, algunos usuarios no están conformes con el servicio pues el tráfico parece acabar con la paciencia de cada uno de ellos, piden velocidad pero el microbús no puede avanzar ni un milímetro más porque chocaría con el automóvil de enfrente.

Un señor de aproximadamente 50 años está sentado justo detrás del chofer, su atuendo se conforma de un traje arrugado color gris, en conjunto con una camisa blanca y corbata roja.

El hombre mueve rápidamente su pierna derecha, de un lado a otro, sus ojos negros miran el tránsito lento, y al mismo tiempo, su rostro dibuja una mueca de angustia, de desesperación.

El día de trabajo de un microbusero es rutinario, de vez en cuando algún suceso lo perturba pero después, todo sigue igual. Por lo regular estos trabajadores sólo hacen una comida al día debido a su larga jornada, misma que termina alrededor de las 11 de la noche.

“¡Apúrate cabrón!”, “¡No llevas vacas güey!”, son algunas de las contradictorias frases que se escuchan en un día de trabajo en los microbuses.

Cargar diesel, mismo que tiene un costo de 11 pesos y 50 centavos por litro, es la última actividad que realizan los microbuseros, después, sólo imploran a sus pies que les permitan llegar a su cama ya que sus dedos están entumidos y sus plantas destrozadas.








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