UNA NOCHE EN LA CATEDRAL… DE LA SALSA Y LA RUMBA

Por Miguel Torres Caudillo
México (Aunam). Camino junto a mis amigos por las calles del Centro histórico, buscamos un lugar en donde soltar las amarras de la vergüenza y desencadenar la inercia de nuestros cuerpos. Esta noche queremos bailar y cantar; buscamos revivir el pasado que evoca insistentemente mi abuelo después de ver en la televisión las coreografías de los artistas de moda.

“Ésos no saben bailar”, se queja el viejo Cocol –como le digo de cariño–, para más tarde presumirme sus días de “encantador de doncellas” en el Alhambra, el Tivolito y, el imperdible, Salón México. “Los salones de baile son auténticas iglesias del mambo, la salsa, la cumbia y el danzón”, dice con cierta cadencia en las palabras, como si su lenguaje escapara hacia una realidad menos amarga.

“No hay cóver para los madrugadores”

Es sábado y la curiosidad me pica los pies, por lo que emprendo, en compañía de mis amigos, una cruzada para desenterrar los ritmos olvidados por la juventud. La noche está despejada, las nubes se fueron tempranito a dormir; las suelas de los zapatos comienzan a sobrepoblar las calles; nadie permanece anónimo ante el cerco del alumbrado eléctrico, los rayos de luz buscan refugio en el semblante de los transeúntes.

Nuestros pasos pronto nos conducen a Garibaldi. Los mariachis, especies endémicas de la región, merodean por la plaza, aguardan ser reclutados por los románticos sin remedio o los desafortunados del corazón.

De inmediato, un espectacular destaca por encima de los demás. “Salón Tropicana, la catedral de la salsa y la rumba”, predica. Se trata de un establecimiento legendario, inaugurado en la década de los cuarenta, ubicado en el número 43 de Eje Central y Plaza Garibaldi.

El edificio que alberga al Tropicana parece ser una locación de una película de ficheras. La fachada es ancha, la custodian catorce columnas de piedra que recuerdan a los Atlantes de Tula. Un naranja óxido maquilla las paredes, irónica tonalidad que invita a pensar que lo único que se desgasta en la pista de baile es el estrés y la somnolencia.

Para llegar al lugar, descendimos por una escalera; abajo, el capitán nos dio la bienvenida y nos acompañó a nuestra mesa. “No hay cóver para los madrugadores”, nos dice el capitán con una voz chabacana típica de los comerciantes de Tepito (tal vez lo fue en otra vida), y mis amigos reciben la promoción con arrebato.

También fue curioso que los cadeneros no practicaran en nosotros el tradicional protocolo de seguridad: ese breve y minucioso toqueteo que incomoda a algunos hombres y enciende a otros.

No fue sino hasta que estuvimos dentro del salón, que intuimos la razón de por qué tantas atenciones por parte del personal: salvo una pareja de casados de no más de cincuenta años, no había alguien más en el establecimiento. Antes de las nueve de la noche el lugar no más que un páramo olvidado.

Como prácticamente llegamos a inaugurar el baile, el capitán nos asignó una buena mesa justo en frente del escenario. Un maretazo de desilusión sacudió los ánimos de nuestro grupo. Ver el lugar en ese estado vació el entusiasmo acumulado en nuestros cuerpos. Sin embargo, decidimos continuar con la aventura y esperamos a que las energías invadieran al Tropicana.

El morenito de la salsa

A las 11 de la noche el ambiente en el Salón Tropicana se transforma. Los pies sacuden su pereza al ritmo de Sonora Shangoo, la banda invitada de la semana. Los cuerpos vibran, convulsionan y se entrelazan entre ellos cuando este grupo –los Yeah, yeah, yeahs de la cultura popular– interpreta Migajas de amor.

La gente se tiñe de los colores de las luces estroboscópicas. Verde. Rojo. Amarillo. Azul. Todo un arcoíris humano se postra ante la mirada. Movimientos dinámicos ejecutan los más experimentados en el arte de bailar salsa, son como héroes mitológicos que entregan su alma en el campo de batalla.

Mientras tanto, nosotros observamos, en la lejanía, el espectáculo. No sé si al final nuestras amarras pudieron más que nosotros o si sólo éramos un grupo de jóvenes ingenuos que se enfrentaban a algo que los sobrepasaba; después de todo, estábamos ante un ritual practicado por nuestros ancestros más lejanos.

Migajas de amor llegó a su fin y un espontáneo silencio se apoderó del Tropicana. Las parejas de baile regresaron a sus mesas antes de comenzar con la siguiente danza de purificación. Un amigo y yo cruzamos unas miradas cómplices: queríamos experimentar en carne propia aquello que tanto presumen los abuelos (en especial el mío, mi Cocol).

Entonces Sonora Shangoo comenzó a tocar El negrito de la salsa y pareció que no tuvieron que insistirnos dos veces. Mi amigo y yo nos levantamos, dejamos el abrigo de nuestra vergüenza en el asiento, invitamos a dos jóvenes señoritas a que nos acompañaran, y, con el corazón palpitando en el puño y en los pies, nos dirigimos hacia ese monstruo, aparentemente indomable, llamado escenario.

Mi amigo y yo éramos unos ridículos, no cabía la menor duda, parecíamos dos elefantes marinos con arritmia, pero por lo menos nos divertíamos en nuestro absurdo. Lo principal era moverse, sincronizar el cuerpo con la música; si lo hacíamos bien o mal era otro asunto para preocuparse más tarde, en ese instante lo que importaba era divertirse y, por supuesto, procurar no pisar a nuestras acompañantes.

Cuando terminó la canción nos sentíamos unos gladiadores. Habíamos demostrado ser, si no muy duchos, por lo menos sí muy valentones. Mientras regresábamos a nuestra mesa para reunirnos con los otros, supe que algo en mí cambió. Me había convertido en el morenito de la salsa.

Un limón para llevar

La noche resultó ser muy entrañable. Mis demás amigos tarde o temprano cedieron a sus instintos coreográficos. No hubo alguien que no pisara la pista de baile por lo menos una vez. Al final ya ni queríamos salir de ahí: habíamos adoptado un nuevo modo de vida.

No obstante, las horas pasaban y el cansancio comenzó a reclamar nuestros brazos y piernas, por lo que llegó el momento de decir adiós a los sonidos picantes y a los colores socarrones.

Antes de partir pasé al baño a dejar unos cuantos recuerdos de mi persona. Mientras me lavaba las manos, me percaté que había un envase que contenía una docena de limones partidos a la mitad. Estaban debajo de un altar a la Virgen de Guadalupe.

Me pareció algo que sólo podía ser contemplado en una película de Buñuel. Hasta para un fanático de los limones como yo, resultaba extraña esa composición de elementos: un sanitario mohoso y maloliente, un envase con limones frescos y un altar a la Virgen de Guadalupe.

“Puede tomar los que necesite”, me dijo el encargado de la limpieza y supe de inmediato que se refería a los limones. Poseído por la curiosidad, pregunté para qué eran, a lo que mi interlocutor respondió: “Los hombres sudan mucho después de bailar por un largo rato, vienen al baño a asearse y agarran los limones para enjugarse el sobaco. En otras ocasiones lo toman para que el gel en su cabello vuelva a agarrar consistencia”.

Sorprendido por los usos que la gente le daba a los cítricos en los salones de baile, decidí tomar uno. No lo iba a utilizar para ahuyentar los malos olores o reafirmar el peinado. Lo necesitaba para otro fin: era un regalo. La próxima vez que viera a mi Cocol sería yo quien presumiese sus años mozos; le obsequiaría el limón como prueba de mi aventura.





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