LA SEÑORA DE LOS PIES DESCALZOS

Por Angélica Montiel Flores
México (Aunam). En medio de un sol ardiente y de sus inconmensurables radiaciones aparece una mujer tal como si resurgiera de la profundidad de la tierra y, siguiendo el ritmo de palpitantes percusiones, mueve sucesivamente los pies, primero el derecho, luego el izquierdo, siempre alternándolos, los levanta apenas unos centímetros del concreto, vuelve a bajarlos; se agacha, se levanta y brinca. Gira. Mueve las manos y, en suma, ella toda es impetuosamente bulliciosa. Está descalza. Quizá sus movimientos son el producto del ardor que quema sus pies, quizá son el éxtasis y la pasión que siente cuando el sonido grave de los tambores retumba en sus sentidos.

Es sábado 19 de marzo. El reloj ha marcado las 14 horas con treinta minutos. El zócalo capitalino, como la mayoría de los fines de semana, está atiborrado de gente. Me ubico entre la magnánima estructura arquitectónica de la Catedral y el majestuoso vestigio del Templo Mayor. El sol está que arde: estamos a unos 24 grados centígrados. Y sin embargo, el show debe continuar.

Antes que todo, se escucha el resonar de los tambores (tres de éstos para ser exacta). El trabajo de hombres y mujeres, así como la piel (de algún animal) estirada sobre un cilindro de madera, logran el efecto deseado. Sonidos graves y estrepitosos convierten el ambiente en un escenario de ritmo y baile, de júbilo y euforia en el cual comienzan a asomarse los curiosos.

Paulatinamente, un grupo constituido por tres mujeres y cuatro hombres con taparrabos coloridos y despampanantes (por supuesto, aquéllas portan una blusa, la cual, afortunadamente no rompe con la armonía del vestuario) comienza a delimitar un círculo alrededor de los tres cilindros aparatosos. Inmediatamente emprenden el ritual dancístico.

Se dejan llevar por los ritmos marcados de las percusiones. Se agachan, se levantan, giran, levantan un pie, luego el otro, dan pequeños golpecitos con sus talones en el suelo (cual si lo fuesen a romper) y, vuelven con su rutina. Sin embargo, tal como si alguien me hubiese despertado de un sueño, me doy cuenta del acompañamiento musical de cascabeles y maracas.

El caso es que todo, desde los movimientos, las vueltas, los saltos, las sentadillas, los tambores, los cascabeles, las maracas, y en fin todo el conjunto dancístico y musical, logra un acoplamiento y acompañamiento tal, capaz de cautivar a los transeúntes que al pasar se detienen para mirar los hallazgos de un grupo de personas a quienes no les importa exponer sus pieles a los rayos iracundos del astro solar.

Y esta es la parte que más me sorprende. He estado mirando durante cinco minutos el espectáculo. Todo me parece perfecto, armonioso, en su lugar, y de pronto escucho a alguien del “público” decir sorpresivamente: “¡wow, esa mujer está loca, cómo puede estar descalza con este sol!”

¿Qué dice, quién esta descalza? Son las primeras preguntas que se me vienen a la mente y de pronto….efectivamente ahí está: una señora de aproximadamente treinta años se está moviendo al ritmo de la euforia sin ninguna clase de calzado que pueda sortear los estragos del férvido pavimento. Y sin embargo, ella luce bastante bien. De vez en cuando intercambia una sonrisa con sus colegas, ora una palabra, quizás una instrucción, ora otra sonrisa.

Sinceramente no parece que le moleste el enardecido asfalto. Es como si de una u otra manera se despabilara de todo su dolor (si es que lo sentía) y se concentrara en sus pasos de baile. O mejor (aunque estas sólo son cavilaciones mías) es como si se entregara en cuerpo y alma a la Tierra sagrada o incluso como si surgiera y se completara en ella…El caso es que no emitía ningún indicio de dolor o hartazgo, más bien parecía disfrutarlo.

Así transcurrieron treinta minutos aproximadamente. Los tambores y los danzantes cesaron sus movimientos. Un integrante del grupo pasó con una canasta pequeña para solicitar la cooperación voluntaria de las personas que habíamos estado observando su trabajo. Después de haber recolectado la contribución monetaria de los espectadores se acercó al círculo dancístico, luego este se disolvió, se disgregó. Todos los participantes se fueron, excepto dos: un señor y la señora de los pies descalzos.

El señor, muy delgado y con una cabellera trenzada y sumamente larga, se quedó para darnos una explicación, o mejor dicho una opinión de su labor como defensor y propagador de las culturas y tradiciones originarias del país, las cuales son expresadas, de alguna u otra manera, en los rituales dancísticos.

Asimismo, nos exhortó para que nos acercáramos con su colega, “la señora de los pies descalzos” (colaboráramos con diez pesos o más) y nos beneficiáramos con una ceremonia de liberación, mejor conocida como “limpia”; despojáramos nuestras malas vibras y nos cargáramos de pura energía positiva.

Algunos de los espectadores se entusiasmaron con la oferta. Se acercaron y fueron formando una fila conforme su llegada. Mientras tanto el señor de la trenza larga exponía una perorata en contra de la intolerancia y la discriminación hacia lo prehispánico, por una parte, y la señora de los pies descalzos arrancaba algunos hierbajos de un ramo, encendía copal y enunciaba palabras que mi visión no fue capaz de traducir, por la otra.

Finalmente, la primera persona de la fila fue atendida por “la señora de los pies descalzos”. Ella pisaba el suelo firmemente, no titubeaba. Estaba de pie; las plantas de sus pies se apoyaban completamente en el pavimento; y ella, tan segura y firme, seguía con su trabajo. Arrancaba más hierbajos. Esparcía el humeante olor del copal. Enunciaba oraciones. Intercambiaba palabras o frases con sus “pacientes”. Se movía de un lado a otro…

Al terminar con ese primer cliente, se pasó con el otro, se enfocó en éste y comenzó de nuevo con el ritual. Y cuando terminara, se pasaría con el siguiente y así sucesivamente con el resto, con los demás. Pero siempre estaría de pie, descalza y aguantando la quemazón de un sol y un asfalto ardientes, que no perdonan y que, de hecho, pueden llegar a herir…






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