LOLLIPOP: UNA TARDE DE AMBIENTE

Por Jacquelyn José Tovón
México (Aunam). Ya oscureció. Miles de luces neón se han prendido: verde, azul, rojo… Varios cuerpos, enfundados en jeans ajustados para marcar las escasas curvas, recorren las calles de regreso a casa después de pasar un buen rato, más que de diversión, de libertad. A lo lejos se escucha una canción de Disney, que disminuye conforme se alejan: “cierra los ojos y recuerda que yo soy tu amigo fiel”.

Sesenta pesos la entrada más consumo, eso sí, nada de alcohol, sólo agua y jugo; todo sano. Además, como es tardeada tienes que salir a las 8 de la noche. El único requisito para entrar es ser menor de 25 años y, si no compartes los gustos de los constantes visitantes, por lo menos hay que respetar y tener un amplio criterio.

A las cuatro de la tarde el acceso está atestado: chicos y chicas se forman en una prolongada fila para acceder al lugar de donde sale un sonido conocido: “Rah-rah-ah-ah-ah! Roma-Roma-ma-ah! Ga-ga-ooh-la-la! Want your bad romance?” Desde el ingreso los cuerpos se empiezan a mover: hay prisa por adentrarse en el recóndito y oscuro cuarto y comenzar a disfrutar.

Los chavos que llegan acompañados toman la mano de su novio; a su vez, las chicas rodean la cintura de su novia. Los que asistieron solos o en compañía de amigos avivan los ojos para observar mejor y captar a alguien de interés. Las brillantes luces no dejan reconocer bien a las sombras que bailan animadas, pero el mismo compás del cuerpo indica quién es ‘de ambiente’.


“Tú me hiciste sentir que no valía y mis lágrimas cayeron a tus pies; me miraba en el espejo y no me hallaba: yo era sólo lo que tú querías ver”. Empieza la música. Los que ya lograron pasar, dejando sus cosas en la paquetería para que no les estorben, inmediatamente acuden al centro de la pista. Durante una hora, cuerpo tras cuerpo penetra la entrada, unos deciden quedarse frente a la barra junto a los envases de Boing, Fanta o Jarrito.

Otros, suben las escaleras de caracol para situarse en la terraza de fumadores que se empieza a llenar: los afortunados que llegaron temprano escogieron una de las seis mesas disponibles que ocupan un mínimo espacio de la misma. El viento entra y lleva un toque de frescura al rostro. Adornada con diferentes plantas y con vista a la calle, el sonido de la música llama a quien recorre las calles.

En la oscuridad, entre luces florescentes se quitan las caretas que a veces, portan afuera. Aunque son pocos, algunos ocultan su condición, que indirectamente dejan salir junto con sus palabras: “bitch”, “buga” “pasita”, al igual que con el provocador contoneo de las caderas, el deslice de las manos por el pecho y las miradas directas que lanzan a sus espectadores.

Libertad, comodidad y seguridad se respiran más que el mismo humo de cigarro que emerge de pequeños tubos que entran y salen de las bocas, un poco secas por cantar a pecho abierto, pero sonrientes porque disfrutan el espectáculo que se genera con tantas personas bailando una misma pieza.

“Y me solté el cabello, me vestí de reina, me puse tacones, me pinté y era bella. Y caminé hacia la puerta; te escuché gritarme, pero tus cadenas ya no pueden pararme”.

El espacio es pequeño para la cantidad de jóvenes que se ha reunido, no son menos de 50: predominan los jeans ajustados, mascadas de colores, playeras con escotes y los tenis de marca. Son más hombres que mujeres. Al ritmo de la música, se prenden los cigarros, el cenicero empieza a reunir una cantidad considerable de desecho. Indistintamente éstos caen al suelo, la música hace vibrar las mesas y los cuerpos; los movimientos nerviosos los envían al vacío.

“Y miré la noche y ya no era oscura, era de pinches feas…” Los más atrevidos se suben a la tarima para demostrar sus mejores pasos. Necesitan un guía para iniciar su coreografía. Por lo ensayado de sus pasos, se advierte quiénes son clientes frecuentes: a un mismo paso, decenas de chicos se mueven en idéntico compás; las manos, elevadas, giran equilibradamente, como si de una marcha militar se tratara: parejitos, parejitos.

El movimiento de las caderas empieza: con los pies separados balancean las caderas primero, hacia adelante; después, a la derecha, para regresar al frente y bruscamente dirigir la cintura para atrás. Las manos estiradas hacia arriba, como tratando de alcanzar las estrellas se mueven de derecha a izquierda; el cuello gira lentamente, mientras un ligero salto hace que los danzantes cambien de posición; ahora las parejas se ven de frente sin quitar la seria expresión del rostro.

Bailan mejor que la misma intérprete, siempre con la vista al frente, en ocasiones dirigen los ojos a alguien que los mira con curiosidad o envidia: “¡Maldita!, mira cómo se mueve”; “¡Ay!, yo quiero hacer eso!”; “Te dije que ensayáramos más”.

“Y todos me miran, me miran, me miran, porque sé que soy fina porque todos me admiran. Y todos me miran, me miran, me miran, porque hago lo que pocos se atreverán”. La letra de la canción no puede ser más acertada: En las sombras, sin miedo a ser criticados, dos jóvenes se acarician con pasión, desenfreno y olvidando que hay más asistentes dejan escapar delicados sonidos.

No son los únicos: en el fondo, un par de chicos que parecen tener ropa adherida al cuerpo como si fuera pintura negra puesta sobre el lienzo de su piel, intercambian miradas, palabras y después, saliva. Con un banco acolchonado como único soporte se acarician, primero con ternura, las manos de uno sostienen el rostro del otro. Poco tiempo después las mismas manos se deslizan por encima de la ropa de su ‘amigo’.

Justamente, en gustos se rompen géneros; nada es absoluto; no hay nada mejor que la variedad. Algunos no se enamoran del sexo, más bien de la persona. Por lo que al descubrir la presencia de dos mujeres ‘buga’ que visitan el lugar por primera vez, no se hacen esperar las invitaciones de cigarro para abordarlas. Al parecer las chicas están un poco indecisas, ¿con quién tendrán que compartirlos?

Conforme avanza la tarde, entre bailes y movimientos provocativos, entre miradas y sonrisas, el fresco de la noche que se aproxima entra con el aire que se cuela por la terraza y refresca los ardientes cuerpos que siguen bailando sin mostrar cansancio. Mediante señas, las nuevas parejas se animan a bajar a la ‘sala romántica’.

Un cuarto oscuro, dividido en varios segmentos por largas y rojas cortinas, espera a los amorosos que esa noche saldrán felices e ilusionados de Lollipop. Los sillones que noche tras noche sostienen cuerpos y soportan movimientos que destilan fuego se van ocupando. Dúos entran y salen después de disfrutarse por un rato en la comodidad de la privacidad.

Cuando las luces de los otros antros entran por el espacio abierto del segundo piso, por lo menos un par de parejas que se acaban de formar han salido en busca de un lugar solitario, los que no, siguen danzando y coreando la canción de Gloria Trevi: “Y miré la noche y ya no era oscura, era de lentejuelas...”

A las ocho de la noche en punto chicos alegres abandonan el lugar: “vamos a Lipstick”; “wey, yo tengo hambre”. Las canciones infantiles invitan a dejar el lugar. Ahora, entrarán ‘los grandes’. La tardeada tuvo un final feliz para algunos; otros, terminaron enojados con sus parejas porque coqueteaban con desconocidos. Envueltos en olor a cigarro, los mismos cuerpos que tenían urgencia por entrar, salen con cautela y un tanto desanimados, incluso bostezando.

El frente de Lollipop está lleno otra vez, los cuerpos se alejan en busca de otro lugar o de regreso a casa. A lo lejos se escucha una canción de Disney que sale de allí, lo que indica que es hora de abandonar el antro: “cierra los ojos y recuerda que yo soy tu amigo fiel. Nuestra gran amistad el tiempo no borrará, ya lo verás no terminará. Yo soy tu amigo fiel, yo soy tu amigo fiel, sí, yo soy tu amigo fiel…”.




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